lunes, 21 de enero de 2008

Éxodo

***
15

Ella corrió despavorida por unas horas, no sabía donde iba. La oscuridad de la noche y la que rondaba por su mente la tenían completamente confundida. Ella nunca quiso herir a nadie, menos a sus seres más queridos; todo estaba siendo demasiado para ella, ya no podía más.
Se detuvo a unos kilómetros de la carretera, donde literalmente se desplomó del cansancio. Cuando la adrenalina acaba, el cuerpo así responde, vaya que lo hace, Natalia daba fe de ello.
No sabía donde estaba, y menos lo que era; no sabía si era la misma de siempre, o un monstruo, que era el pensamiento que más la agobiaba en su interior. No quería encontrarse con nadie, no quería herir a nadie, volvía a decir entre susurros en su cabeza. Pero estaba allí, tumbada en la hierba, en medio de la noche, en una completa y absurda ignominia sobre el futuro, los más dantescos fantasmas pasaban por su cabeza cuando recordaba lo que pasó: su madre… su hermana… y luego lo que pasó con el Parra…
Él le dijo que huyera, era por algo. No sabía si hacer caso a las palabras del chico, o volver y afrontar lo que pasó. No, seguramente tenía que huir, quizás no por hacer caso a las palabras de quien casi la mata, sino por alejarse, para evitar que pase de nuevo. Aquello era insoportable.
Se levantó del suelo. No había ni una luz en el azabache de la noche, sólo el ruido del pasar de los autos a lo lejos la impulsaba en alguna dirección, la que tomo como por inercia.
Frente a Natalia, como a dos metros de ella, había una densa mata de matorrales, los que debía cruzar estoicamente si se disponía llegar a la carretera, donde pensaría hacia donde se dirigiría. Se metió en la marañosa hierba, rasgando sus pies descalzos y tironeando sus ropas en el pasar. Divisó dos figuras humanas en el otro lado, y allí permaneció hasta que estas se movieran. Eran dos hombres que bebían en el campo, Natalia pudo darse cuenta que estaban bastante borrachos, por el tambalear de sus pasos.
Cuando los hombres salieron de su vista, Natalia salió de su escondite, retomando su incierto éxodo, a través de la oscura estepa de hierba en donde estaba. Miró hacia al cielo, no con la espera de una ayuda divina, sino con el afán de ver si clarearía pronto, y no, no lo haría.
Caminó unos metros más, con las plantas de los pies desgarradas por las espinas que pisaba en cada paso, con alma compungida por la culpa, por el miedo, por el miedo al futuro, a lo incierto que era luego de los incidentes: su madre, su hermana, el ataque frustrado de Felipe. Nada para ella era indicio de un futuro luminoso, sentía que su vida sería tan oscura como esta noche, noche de la agonía, noche de la amargura, del miedo.
Divisó una luz en el fondo. Estaba llegando a la carretera, quien sabe cual y hacia donde, pero la carretera al fin. Dio un par de pasos, cambiando la hierba espinosa por frío concreto, lo que fue una bendición para sus lacerados pies. Caminó en la dirección que su instinto le decía que era la correcta, lo que no le aseguraba que lo fuera, pero que va, aun así continuó su camino.
Comenzó a sentir frío, se frotó los brazos para entrar en calor un poco, lo que era negado por la gélida brisa que arreció el camino, como si alguna broma divina estaba haciendo su camino insoportable.
Pensó en hacer algo que nunca en su vida había hecho: hacer dedo. Era arriesgado, pero la situación lo ameritaba. Quien sabía si permanecía allí por el resto de aquella infame e insoportable noche, era complicado pero útil en los nervios del escape.
A lo lejos vio unas luces altas que la encandilaron por un momento, era un camión de carga que venía en su rumbo. Levantó la mano para hacer que el gran vehículo se detuviera, lo que afortunadamente sucedió al instante.
- ¿Te llevo?- dijo el conductor del camión, un hombre viejo, de facciones toscas y sombrías
- Sí… sí por favor- respondió Natalia tras titubear unos instantes. Era el primer ser humano con el que se contactaba desde su casa, desde aquello.
Ella subió nerviosa y con dificultad al camión, el que al instante en que Natalia se instaló, partió con pesado rumbo en su camino.
- ¿Oscura la noche eh?- dijo el conductor mientras buscaba algo en la guantera- ni luz, ni luna ni estrellas, una boca de lobo de aquellas- agregó, al ver el silencio de Natalia
- ¿Para dónde va?- inquirió la chica que con dificultad se ponía el cinturón de seguridad, como el conductor le indicó con señas.
- Pa’ San Felipe- respondió sin mirarla, sacando un bolsa de la guantera- ¿Tienes hambre?- preguntó pasándole la bolsa que había extraído de la guantera
- Gra… gracias- respondió la chica recibiendo la bolsa y viendo su contenido: era una especie de sándwich con algo que parecía palta. con algo de desgano lo tomo y le dio una mordida, tenía hambre, mucha, no sabía cuanto tiempo llevaba sin comer, y menos cuanto tiempo llevaba corriendo, escapando.
Anduvieron varios kilómetros en un completo y sepulcral silencio. Sólo las luces de los postes que iban y venían en el camino, eran el único matiz en la tan anodina escena. Natalia estaba cansada, pero no quería quedarse dormida, temía lo que quizás sucedería si desfallecía.
- ¿Tienes sueño?- preguntó el conductor, mirándola de reojo para no perder el camino.
- Algo…- respondió dudosa la chica que tenía la mirada clavada en el cristal del costado, sin mirarlo, dando cabeceos y pestañeos largos por el sueño.
- Duerme un poco, que yo bajo a comprar algo- agregó el conductor mientras detenía el vehículo, al lado de una bencinera.
Ahí, literalmente echada sobre el cristal, Natalia se encandilaba con las luces del lugar, exhausta, rendida completamente al sopor de las horas que le faltaban de sueño. Pensaba en que haría, en donde iría, pero sobre todo en quien se estaba convirtiendo. Así, entre sopor y pensamientos tristes, cayo frente al sueño que la acribillaba violentamente.
Despertó de sobresalto, abriendo los ojos luego de una horrible pesadilla. Pero eso no era todo, el sueño no era tan terrible con la realidad que vio al despertar. El tipo, el conductor, la tenía maniatada de pies y manos al asiento del camión. Las ventanas y puertas estaban cerradas y algo de alba se divisaba a través del cristal.
- ¿Despertó mijita?- dijo con un aire alcohólico, el que otrora fue su salvador
- ¿Qué? ¿qué está haciendo…?- alcanzó a decir en el momento en que el camionero le tapó la boca con una de sus pesada manos, mientras que con la otra comenzaba a manosear el cuerpo de Natalia, disponiéndose a abusar de ella.
La chica, que se encontraba con las ropas desgarradas, alcanzó a morder fuertemente la mano de su agresor, lo que este respondió con una bofetada que casi la noquea. Milla, como la llamaban sus cercanos, estaba asustada, completamente sintiéndose presa del pánico de lo inevitable, de aquel negro futuro que previno desde ayer.
De pronto, comenzó a suceder de nuevo. Natalia sintió el mismo malestar que sintió cuando murieron su madre y su hermana. Sintió la misma amargura que sintió cuando vio desfallecer a sus seres queridos. Sus ojos, hinchados y lacrimosos comenzaron a soltar borbotones de sangre.
“Sí, inevitablemente estaba sucediendo”. Pensó, la chica que recibía ya el peso inerte del hombre de rasgos sombríos, los que ahora eran los rasgos de un hombre muerto: rígido, pesado, con los ojos desorbitados y sangrantes.
Tras una hora de esfuerzo, Natalia se sacó el tipo de encima, y tras otro tanto de tiempo logro desatar las amarras que la aprisionaban, no eran más que la obra burda de un borracho.
Había amanecido. La escena que vio tras bajarse del camión era deplorable, el tipo, su victima-victimario, tendido de cabeza contra el volante del camión, sangrante; sus ropas estaban hechas jirones y su mente turbada y shockeada por lo que había vuelto a hacer: había asesinado a otro ser humano. Tomó el abrigo que el camionero llevaba y partió.
Caminó un largo trecho sin encontrar nada, sólo árboles y asfalto, ni un alma, ni viva ni muerta.
Tras un rato, llego a una bifurcación del camino, la que le pareció un rayo de luz en medio de la noche oscura, oscura, como la anterior. Era el camino de entrada a Llay-Llay, donde afortunadamente, tenía familiares que la recibirían si llegaba.
Llegó tras una hora más de camino a lo que era el centro de la ciudad, eran las ocho de la mañana, momento en el que el bestial sol del interior aun no comenzaba a brillar con su fuerza plena. Había poca gente, los que recién iban a sus trabajos. Natalia apretó el puño dentro del bolsillo del abrigo, respiro profundo: su éxodo había acabado.

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