jueves, 1 de noviembre de 2007

Despedidas

7
Eran las dos, la misa de despedida estaba terminando. Él nunca ha sido muy religioso, y menos con esto que le estaba pasando. Perdió a su hermano. Como podían pedir que creyera en Dios; para él, si existiera Dios, no hubiera dejado que su hermano muriera de esa manera.
El sol brillaba alto y fuerte, como solía hacer; los cables del tendido eléctrico le hacían perder la mirada del féretro por algunos momentos. Por primera vez desde mucho tiempo, lloró.
Eduardo derramaba las lágrimas mas amargas que conocía, recordaba a cada instante el momento funesto en que Mauricio se perdió entre las llamas. Mas, Daniel estaba bien, se había logrado esconder milagrosamente de entre las llamas. Una satisfacción al menos, dentro de tanta pena.
Sus amigos estaban con él, Anthony junto con Belén, Cristóbal y Damián, Felipe, Ángelo y Salvador, entre otros. Todos contagiados del triste luto caminaban al sol, hacia el campo donde depositarían los restos calcinados de Mauricio, su partner, su hermano.
El verde prado, contrastaba con el luto de la mirada de Eduardo, similar a la de todos los presentes. Su madre no paraba de llorar, su padre serio y ojeroso la abrazaba, dándole un consuelo que ni él poseía.
Desde el camino opuesto, se bajaba de un colectivo Natalia, mejor amiga de Eduardo. Corrió y abrazó fuertemente a su amigo por algunos instantes, lo soltó y clavó la mirada en el suelo, sin mirar a nadie a la cara. Se veía demacrada, somnolienta, como si hubiese llorado toda la noche. Más, no estaba equivocado.
El sacerdote hizo algunas oraciones que él desconocía, Eduardo se sentía en un completo estado de entropía, solo existía en ese momento, el féretro donde estaba Mauricio y él, parados frente a frente, anhelantes, como si hubiesen que dado muchas cosas por decirse. Y si que quedaban.
Acabó la ceremonia. El caoba negro bajaba hasta su última morada, a la vista de todos los presentes, sin más música que los gemidos de algunos y el llanto de otros. No había más que hacer: era la despedida.
Todos volvían hacia la entrada del campo santo. Era una peregrinación lenta y callada. Daniel de la mano de su hermana; Eduardo un poco mas atrás, junto a sus padres, que sin mirarse ni hablarse, ya se decían todo: “Al menos estamos juntos”.
Cristóbal, Felipe y los demás iban mucho mas atrás, seguidos por Natalia, quien al pasar la primera micro se fue, sin decirle nada a nadie.
- ¿Qué le pasará a la Milla?- preguntó Ángelo extrañado por la situación.
- No cacho- respondió Anthony- siempre es así de rara.
- Algo le debe haber pasado- dijo Felipe, con una voz débil.
- ¿Qué pasa Parra?- preguntó Damián mirando fijamente a Felipe.
- Nada loco-dijo el chico tras sus gafas oscuras, mirando la hora, eran las tres y media.
- Ya -dijo con fuerza Ángelo- yo me devuelvo al trabajo, que me dieron permiso por un rato no más.
- Ya viejo, nos vemos a la noche-dijo Anthony-tengo una cosa que contarte.
- Ahí vemos-respondió a su amigo-¡Chino, me voy!- agregó dirigiéndose hacia Eduardo.
Así, uno a uno se fueron despidiendo, todos a rumbos distintos, donde sus propios destinos los llevaban, donde quizás, tal vez no muy a lo lejos, encontrarían nuevamente a Mauricio.
Eduardo se subió a un microbús junto con el resto de su familia, el viento era frío en el cementerio, comparada con la tibiez del interior del vehículo. Se sentó junto con su Kathy, su hermana, quien se acurrucó en el brazo de su hermano. Él, apoyó la cabeza en el cristal de la ventana y susurró algo. Había comenzado a llover.

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